
en las Escrituras que El ha inspirado;
en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales;
en el Magisterio de la Iglesia, al que El asiste;
en la liturgia sacramental, a través de sus palabras y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en comunión con Cristo;
en la oración en la cual El intercede por nosotros;
en los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia; en los signos de vida apostólica y misionera; en el testimonio de los santos, donde El manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación.
La Iglesia reconoce al Espíritu Santo como santificador. El Espíritu Santo es fuerza que santifica porque Él mismo es “espíritu de santidad”. La Iglesia nacida con la Resurrección de Cristo, se manifiesta al mundo por el Espíritu Santo el día de Pentecostés.
Por eso aquel hecho de que “se pusieron a hablar en idiomas distintos”,
para que todo el mundo conozca y entienda la Verdad anunciada por
Cristo en su Evangelio.
La Iglesia no es una sociedad como
cualquiera; no nace porque los apóstoles hayan sido afines; ni porque
hayan convivido juntos por tres años; ni siquiera por su deseo de
continuar la obra de Jesús. Lo que hace y constituye como Iglesia a
todos aquellos que “estaban juntos en el mismo lugar” (Hch 2,1), es que
“todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hch 2,4).
Todo lo que
la Iglesia anuncia, testimonia y celebra es siempre gracias al Espíritu
Santo. Son dos mil años de trabajo apostólico, con tropiezos y logros;
aciertos y errores, toda una historia de lucha por hacer presente el
Reino de Dios entre los hombres, que no terminará hasta el fin del
mundo, pues Jesús antes de partir nos lo prometió: “…yo estaré con ustedes, todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20).
(Aciprensa)