Textos para meditar- Ascensión de Jesús
- Catecismo de la Iglesia Católica
“Subió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre”
“El
Señor Jesús, después de haber hablado con ellos, fue levantado a los
Cielos y está sentado a la diestra de Dios” (Mc 16, 19); “al día
cuadragésimo de su resurrección subió a los Cielos con la carne en que
resucitó y con el alma”. Ascendió “por su propio poder”, poder que tenía
como Dios y también poder de su alma glorificada sobre su Cuerpo
glorioso. “El que lo creó todo, subió por encima de todo y por su propio
poder”.
“Estar sentado” es una manera de decir que ha llegado al
reposo que merece como guerrero vencedor. Es la postura del Rey y del
Juez, lleno de poder y majestad.
La Ascensión de Cristo al Cielo,
entre otras cosas, nos mueve a buscar siempre las cosas esenciales, que
son invisibles a los ojos del cuerpo, y que son aquellas cosas que no
pasan y que no mueren: “Aspirad a las cosas de arriba donde está Cristo…
gustad las cosas de arriba, no las de la tierra”, decía el apóstol San
Pablo a los primeros cristianos (Col 3, 1-2).
Asimismo, la
Ascensión del Señor debe llenarnos de inconmovible esperanza, ya que nos
aseguró: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas… Voy a prepararos
el lugar… De nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy
estéis también vosotros” (Jn 14, 2-3). ¡Somos ciudadanos del Cielo! (Flp
3, 20). Y como los apóstoles, que tras la Ascensión quedaron “mirando
al cielo”, debemos tener “fija la vista en Él…” (He 1,10).
A la diestra del Padre
“Se
sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Heb 1, 3), según San
Juan Damasceno se refiere a “la gloria y el honor de la divinidad”, o
sea, significa que Cristo reina junto con el Padre y, además, tiene el
poder judicial sobre vivos y muertos. El saber que el Señor está junto
al Padre debe hacernos crecer, de manera inconmensurable, nuestra
confianza en Él: “Todo lo puedo en aquél que me conforta” (Flp 4,13),
debe decir un joven junto con San Pablo y con él también aquella otra
magnífica expresión de confianza total: “¡Sé a quién me he confiado!” (2
Tim 1,12).
- De los Sermones de San León Magno, Papa
La Ascensión del Señor aumenta nuestra fe
Jueves VI de Pascua
Cristo,
en su humanidad santísima, ya ha llegado a la gloria, esa gloria que,
por el momento, es aurora para el resto de la humanidad. Todavía no la
podemos experimentar, pero creemos firmemente en ella. De hecho, la
esperanza en ese reino ha inducido a tantos hombres, después de Cristo, a
entregar su vida, sin temer la muerte; hombres que conforman una
constelación casi infinita de joyas en la historia de la Iglesia: son
los mártires. Pero no sólo los mártires; en realidad, todos estamos
llamados a una única santidad y todos debemos vivir con los ojos de
nuestro corazón vueltos al cielo porque “pasa la figura de este mundo” y
pronto seremos “recibidos en la paz y en la suma bienaventuranza, en la
patria que brillará con la gloria del Señor”. (Gaudium et spes, 93).
Así
como en la solemnidad de Pascua la resurrección del Señor fue para
nosotros causa de alegría, así también ahora su ascensión al cielo nos
es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día
en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, por
encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de
ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el
trono de Dios Padre. Hemos sido establecidos y edificados por este modo
de obrar divino, para que la gracia de Dios se manifestara más
admirablemente, y así, a pesar de haber sido apartada de la vista de los
hombres la presencia visible del Señor, por la cual se alimentaba el
respeto de ellos hacia él, la fe se mantuviera firme, la esperanza
inconmovible y el amor encendido.
En esto consiste, en efecto, el
vigor de los espíritus verdaderamente grandes, esto es lo que realiza la
luz de la fe en las almas verdaderamente fieles: creer sin vacilación
lo que no ven nuestros ojos, tener fijo el deseo en lo que no puede
alcanzar nuestra mirada. ¿Cómo podría nacer esta piedad en nuestros
corazones, o cómo podríamos ser justificados por la fe, si nuestra
salvación consistiera tan sólo en lo que nos es dado ver?
Así,
todas las cosas referentes a nuestro Redentor, que antes eran visibles,
han pasado a ser ritos sacramentales; y, para que nuestra fe fuese más
firme y valiosa, la visión ha sido sustituida por la instrucción, de
modo que, en adelante, nuestros corazones, iluminados por la luz
celestial, deben apoyarse en esta instrucción.
Esta fe, aumentada
por la ascensión del Señor y fortalecida con el don del Espíritu Santo,
ya no se amilana por las cadenas, la cárcel, el destierro, el hambre, el
fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles
perseguidores. Hombres y mujeres, niños y frágiles doncellas han luchado
en todo el mundo por esta fe, hasta derramar su sangre. Esta fe
ahuyenta a los demonios, aleja las enfermedades, resucita a los muertos.
Por
esto los mismos apóstoles, que, a pesar de los milagros que habían
contemplado y de las enseñanzas que habían recibido, se acobardaron ante
las atrocidades de la pasión del Señor y se
mostraron reacios en
admitir el hecho de su resurrección, recibieron un progreso espiritual
tan grande de la ascensión del Señor, que todo lo que antes les era
motivo de temor se les convirtió en motivo de gozo. Es que su espíritu
estaba ahora totalmente elevado por la contemplación de la divinidad,
del que está sentado a la derecha del Padre; y al no ver el cuerpo del
Señor podían comprender con mayor claridad que aquél no había dejado al
Padre, al bajar a la tierra, ni había abandonado a sus discípulos, al
subir al cielo.
Entonces, amadísimos hermanos, el Hijo del hombre
se mostró, de un modo más excelente y sagrado, como Hijo de Dios, al ser
recibido en la gloria de la majestad del Padre, y, al alejarse de
nosotros por su humanidad, comenzó a estar presente entre nosotros de un
modo nuevo e inefable por su divinidad.
Entonces nuestra fe
comenzó a adquirir un mayor y progresivo conocimiento de la igualdad del
Hijo con el Padre, y a no necesitar de la presencia palpable de la
substancia corpórea de Cristo, según la cual es inferior al Padre; pues,
subsistiendo la naturaleza del cuerpo glorificado de Cristo, la fe de
los creyentes es llamada allí donde podrá tocar al Hijo único, igual al
Padre, no ya con la mano, sino mediante el conocimiento espiritual.
De los Sermones de San Agustín, obispo
(Sermón Mai 98, Sobre la Ascensión del Señor,
1-2; PLS 2, 494-495)
Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo
“Hoy
nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él
nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido
resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está
sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del
cielo, no en las de la tierra. Pues, del mismo modo que él subió sin
alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él
allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se
nos promete.
Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos;
sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que
experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del
cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me
disteis de comer. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la
tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen
a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa
estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también
con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su
amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la
divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.
Él, cuando
bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al
volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba
con nosotros, pues que afirma: Nadie ha subido al cielo sino aquel que
ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Esto lo
dice en
razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y
nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que
nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra
causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos
hijos de Dios.
En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el
cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a
pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No
dice: "Así es Cristo”, sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es
un solo cuerpo formado por muchos miembros. Bajó, pues, del cielo, por
su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos
también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero
ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la divinidad de la
cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el
cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza.“