Al ascender al cielo Jesús no pensaba sólo en su triunfo; quería que todos los hombres subieran con Él a la patria eterna.
El cielo es tuyo ¿Subes o te quedas?¿Qué decir a los hombres sobre ella?
¿Qué te dirás a ti mismo? La Ascensión clava nuestra esperanza de forma
inviolada en nuestra propia felicidad eterna. Así como Jesús, tu Hijo,
el Hijo de José y María, ha subido con su cuerpo eternizado a la patria
de los justos, así el mío y el de mis hermanos, el de todos los fieles
que se esfuercen, subirá para nunca bajar, para quedarse para siempre
allí.
La Ascensión, además, es un subir, es
un superarse de continuo, un no resignarse. Subir, siempre
subir; querer ser otro, distinto, mejor; mejor en lo humano, mejor en lo
intelectual y en lo espiritual. Cuando uno se para, se enferma; cuando
uno se para definitivamente, ha comenzado a morir. Se impone la lucha
diaria, la tenaz conquista de una meta tras otra, hasta alcanzar la
última, la añorada cima de ser santo. Esa es mi meta, esa es mi cima.
¿También la tuya?
Al ascender al cielo Jesús
no pensaba sólo en su triunfo; quería que todos los hombres subieran
con Él a la Patria Eterna. Había pagado el precio; había escrito el
nombre de todos en el cielo, también el tuyo y el mío. El cielo es mío,
el cielo es tuyo. ¿Subimos o nos quedamos? ¿Eterna tristeza o eterna
gloria? Voy a prepararos un lugar. ¡Con qué emoción se lo dijiste! Dios
preparando un lugar, tu lugar, en el cielo.
Dios
creó al hombre, a ti y a mí, para que, al final, viviéramos eternamente
felices en la gloria. Si te salvas, Dios consigue su plan, y tú logras
tu sueño. Entonces habrá valido la pena vivir…
¡Con
cuanta ilusión Jesús hubiera llevado a la gloria consigo a sus dos
compañeros de suplicio! Pero sólo pudo llevarse a uno. Porque el otro no
quiso…
Si Cristo pudiese ser infeliz,
lloraría eternamente por aquellos que, como a Gestas, no pudo salvar.
Jesús lloró sobre Jerusalén, Jesús ha llorado por ti, cuando le has
cerrado la puerta de tu alma. Ojalá que esas lágrimas, sumadas a su
sangre, logren llevarte al cielo.
Si tú le
pides con idéntica sinceridad que el buen ladrón: “Acuérdate de mí,
Señor, cuando estés en tu Reino”, de seguro escucharás también: “Estarás
conmigo en el Paraíso”. Y así, el que escribió tu nombre en el cielo
podrá, por fin, decir: “Misión cumplida”.
Dios es amor. El cielo lo grita.
Lo
ha demostrado mil veces y de mil formas. Te lo ha demostrado a ti; se
lo ha demostrado a todos los hombres. Se lo ha probado amándoles sin
medida, perdonándoles todo y siempre; regalándoles el cielo, dándoles a
su Madre. Si no hemos sabido hacerlo, ya es hora de corresponder al
amor. No podemos vivir sin amor. La vida sin Él es un penar continuo,
una madeja de infelicidad y amarguras. Amar es la respuesta, es el
sentido, amar eternamente al que infinitamente nos ha amado.
La
ascensión nuestra al cielo será el último peldaño de la escalera; será
la etapa final y feliz, sin retorno ni vuelta atrás. Debemos pensar en
ella, soñar con ella y poner todos los medios para obtenerla. Todo será
muy poco para conquistarla. Después del cielo sólo sigue el cielo.
Después del Paraíso ya no hay nada que anhelar o esperar. Todos nuestros
anhelos más profundos y entrañables, estarán, por fin, definitivamente
cumplidos. Entonces, ¿te interesa el cielo?
¿A
quién debo una felicidad tan grande? ¿A qué precio me lo ha conseguido.
¿Qué he hecho hasta ahora por el cielo? ¿Qué hago actualmente para
asegurarlo? Y, en adelante, ¿qué pienso hacer?
Al
final de la vida lo único que cuenta es lo hayamos hecho por Dios y por
nuestros hermanos. “Yo sé que toda la vida humana se gasta y se consume
bien o mal, y no hay posible ahorro. Los años son ésos y no más, y la
eternidad es lo que sigue a esta vida. Gastarnos por Dios y por nuestros
hermanos en Dios es lo razonable y seguro”.